sábado, 30 de marzo de 2013

El fotógrafo - Parte II




Encontré un montón de fotografías, todas ellas de la misma mujer que había visto en los negativos de la antigua cámara. De hecho, algunas de las imágenes eran las mismas que había visto antes en el carrete. Miré todas las fotos una por una, sin conseguir ubicar todavía aquel rostro tan familiar. Lo cierto es que era muy guapa. Alta y esbelta, de largo cabello claro y ojos grandes y brillantes; no podía decir exactamente su color porque las fotos era en blanco y negro. Tenía los pómulos altos y la nariz pequeña. Me quedé pensativa mirando una foto en la que aparecía con una mano levantada a modo de saludo mientras sonreía. Lo que me llamó la atención de esa foto fue el escenario que aparecía justo detrás de ella. Lo reconocí al instante, pues, aunque ahora estaba algo deteriorado, había pasado allí la mayor parte del tiempo cuando era niña. Era el local de fotografía de mi familia, en el que me encontraba justo en ese momento. A pesar de que aquello me pareció extraño, no contribuyó a que mi cerebro ubicara a la mujer de las fotos. Frustrada, solté la foto dentro de la caja. Esta aterrizó junto con las demás fotografías, bocabajo. Fruncí el ceño y volví a arrodillarme junto a la caja. En el reverso de la foto que había algo escrito, con letra pequeña y elegante, casi caligráfica. Parecía una carta.

Querida Rocío

He sabido por tu padre que te casarás en poco tiempo y he decidido escribirte esta última carta para despedirme. Sólo quiero decirte una vez más que te quiero. Sé por qué haces esto y lo comprendo, no voy a intentar hacerte cambiar de opinión porque te conozco. Quiero todo lo que sea bueno para ti, y yo no lo soy. Sólo te deseo toda la felicidad que alguien pueda sentir, la felicidad que yo nunca podré darte, a ti y a nuestro hijo. Porque sí, también sé que estás embarazada y fui el hombre más feliz del mundo cuando lo descubrí. Te mereces todo lo bueno que te pase.

Te amo, Rocío. Siempre tuyo,

El fotógrafo 


Leí la carta varias veces más, sorprendida por la concentración que aquel hombre había hecho de sus sentimientos en unas pocas líneas. No sabía quien había escrito la carta porque no reconocía la letra, pero estaba segura que no había sido ningún hombre de su familia. Por otra parte, tampoco sabía quién era la Rocío a la que el escritor de la carta se dirigía. Sospechaba que era alguien que llevó el estudio de fotografía antes que su padre, pero aún así quedaban varias opciones. Rocío era el nombre de mi bisabuela y mi abuela paterna y el mío propia. Yo, obviamente, estaba descartada, pero aún quedaban las otras dos.

Volví a fijarme en la mujer de la foto. Había visto varias imágenes de mi abuela de joven y lo cierto era que parecía ella. Pero también había visto fotos de mi bisabuela y eran prácticamente idénticas, así que era difícil decir cuál de las dos era la mujer de aquella fotografía.

Suspiré con resignación. No conseguiría sacar nada en claro mirando las fotos, porque no recordaba exactamente cómo eran las dos y si había algún rasgo distintivo entre ellas. Por otra parte, tampoco podía preguntarles, porque ambas estaban muertas.

Cogí otra foto y le di la vuelta. En esta también había escrita una carta, con las mismas letra, firma y destinataria. Miré el reverso del resto de las fotos y comprobé que en todas habían escrito algo. Además de cartas, también había peticiones de citas, frases de enamorado, rimas románticas y cosas por el estilo. Una que me gustó especialmente fue:

El amor es como los fantasmas, todo el mundo habla de él pero pocos lo han visto. Yo debo ser médium, porque lo veo cada vez que estoy ante tus ojos.

También había otras como:

Podré abrazar a mil personas y no significaría tanto para mí como sostener tu mano.

Soy la persona más feliz del mundo cuando me dices "hola" o me sonríes, porque se que, aunque haya sido para solo un segundo, has pensado en mi.

Si sumas todas las estrellas del cielo, todos los granitos de arena en los océanos, todas las rosas en el mundo y todas las sonrisas que haya habido en la historia del mundo, empezarás a tener una idea de cuánto te quiero.

No sabía si el hombre que había escrito todas aquellas cartas y frases era buen fotógrafo, pero desde luego era ingenioso y romántico, con alma de poeta.

Sonreí y continué leyendo las palabras escritas tras las fotografías. Revisé al menos cien y, aunque había unas pocas cartas, la mayoría eran frases como las que había leído antes. Conforme leía los reversos de las fotos, las iba dejando en un montón en el suelo y, para cuando me fui a dar cuenta, ya había vaciado casi toda la caja. Quedaban únicamente dos fotos y un pequeño cuaderno morado con unas letras en la portada. Después de leer las frases escritas detrás de las dos fotografías sueltas, tomé el libro. Era suave al tacto, de cuero, y olía extraño, como a algo agrio. En la portada, con una caligrafía estilizada y firme, estaban escritas las letras R. R. Parecía que eran las iniciales de alguien. Con la curiosidad propia del ser humano picándome, abrí el cuaderno. Era un álbum de fotos y, a juzgar por su grosor, estaba lleno de ellas. En la primera aparecía la misma mujer que en las otras. Llevaba un vestido más bajo de la rodilla, completamente liso y blanco. Sonreía a la cámara y parecía muy feliz. Pero no estaba sola. A su lado había un hombre bastante alto. Él, al contrario, no miraba a la cámara, sino a la mujer que tenía a su lado. Sonreía dulcemente mientras la cogía por la cintura.

Seguí pasando las páginas del álbum y viendo las fotos. En todas ellas aparecían los dos juntos abrazándose, mirándose, besándose… Se veía amor en cada uno de sus gestos, miradas y sonrisas. Me percaté también de que todas la fotografías estaban hechas en el mismo sitio; una especie de prado cerrado por árboles muy frondosos. Llegué a la última página, esperando encontrar otra fotografía de la pareja, por eso me extrañé cuando, en su lugar, vi la imagen de un niño. Tenía un vago parecido con alguien que yo había visto muchas veces en mi vida y que conocía muy bien. La foto estaba manchada y la tinta se había corrido un poco en una de las mejillas del niño. Esta fotografía, a diferencia de las otras, era en color y permitía apreciar los brillantes ojos verde esmeralda del niño y su cabello castaño claro.

Me di cuenta entonces de que todas las fotografías parecían estar manchadas también. No me había percatado antes porque, al ser en blanco y negro, se apreciaba menos. Acerqué más los ojos al libro para ver mejor una de las manchas, pero mi nariz atrapó accidentalmente el olor agrio que había percibido cuando encontré el álbum. El olor a… limón.

Abrí mucho los ojos cuando en mi cabeza se encendió una bombilla igual que las de los dibujos animados. Mi padre me enseñó cuando era niña una forma de escribir cosas sin que nadie pudiera a menos que supiera el secreto. Lo usábamos para comunicarnos cuando no queríamos que mi madre se enterara de lo que decíamos. Era tinta invisible que se hacía con zumo de limón. La única forma de revelar lo que había escrito era calentar la tinta.

Sin demorarme ni un segundo, salí del estudio de fotografía con el libro en la mano y cerré con llave. Crucé la calle y entré a mi casa, que se encontraba justo en frente. Abriendo los cajones de la cómoda del salón, encontré un mechero que aún tenía algo de combustible. Me senté en la cocina y saqué la primera foto del álbum. La acerqué a la llama del mechero, con cuidado de no quemarla. Poco a poco, unas letras escritas con la misma caligrafía que la portada del álbum aparecieron en el reverso de la foto. Hice lo mismo con el resto de las fotos del álbum, poniéndolas en el orden en que estaba cuando terminaba de revelar el texto. Cuando terminé con todas las fotos, cogí la primera y empecé a leer.

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