sábado, 16 de febrero de 2013

Soñar con tus besos - Capítulo 4



Capítulo 4: Prisión


Suspiró y dejó el libro sobre la mesa. Marina no podía concentrarse bien por culpa de aquella idea que no dejaba de rondarle la cabeza.

Desde hacía ya un tiempo, no dejaba de preguntarse una y otra vez cómo sería besar a un chico, cómo sería enamorarse, cómo sería… ser feliz. Tenía la sensación de que, hasta que no respondiera aquella pregunta, no podría apartarla de su mente.

En su casa, el amor y la felicidad habían hecho la maleta hacía mucho tiempo y ella ni siquiera recordaba cómo era su vida antes.

Marina sólo sabía del amor lo que había aprendido en los libros. Sabía que era un sentimiento fuerte y puro, capaz de superar todo lo que se le pusiera delante, un sentimiento hermoso. Aparte de eso, no sabía nada más sobre aquel sentimiento que todo el mundo decía que estaba en todas partes, pero que ella no veía por ningún sitio. 

La muchacha que sentía que su casa era una prisión, como si estuviera encerrada en un ataúd aún estando viva. Su padre solamente la dejaba salir para ir al instituto o para hacer la compra. Aquella era la razón por la que no conocía a mucha gente en el pueblo, a pesar de haber vivido toda su vida en él. Casi nunca salía con sus escasas amigas porque su padre siempre se lo prohibía y, cuando conseguía que la dejara, tenía que ser temprano y no volver tarde. Aquel encierro permanente era también un posible culpable de su personalidad vergonzosa e introvertida, ya que, cuando era niña, Marina era muy alegre y le encantaba hablar.

Todo aquello había empezado cuando murió su madre, hacía ya casi diez años. Su padre quedó completamente destrozado y se distanció del resto de la gente hasta llegar al punto en que solamente salía a la calle para ir a trabajar. Había mantenido a Marina encerrada con él, como si intentara protegerla del mundo exterior y de sus peligros. Hubo un tiempo, los primeros meses tras la muerte de su madre, en que su padre ni siquiera la dejaba ir al colegio. Desde aquella etapa pasó, el hombre apenas hacía caso a su hija, si no era para prohibirle algo o para que estudiara.

Marina también lo había pasado muy mal cuando su madre murió, pero, al contrario que su padre, ella lo había superado.

La chica se levantó de la silla completamente decidida a dejar de intentar estudiar y fue al salón, donde se encontraba su única fuente de entretenimiento desde hacía años: el piano.

Tocar el piano era la única actividad recreativa que su padre le permitía hacer. No le gustaba que soñara, que utilizara su imaginación en general, y por eso le había prohibido dibujar y escribir cualquier cosa que no fueran sus deberes, pero nunca le había prohibido tocar el piano.



Su madre también lo tocaba y ella fue quien la enseñó. A Marina le encantaba escucharla tocar y cantar todas las tardes, mientras ella se sentaba sobre sus piernas, mirando todos los movimientos que sus dedos hacían sobre el teclado de marfil.

A su padre también le gustaba escucharla y la chica creía que aquella era la razón por la que le seguía permitiendo tocarlo, en su memoria.

Pero, a pesar de tener la capacidad de controlar su vida, su padre no podía controlar su mente y Marina se sorprendía a sí misma muchas veces soñando con una vida diferente, como las de sus amigas, como las de los personajes de sus libros favoritos, una vida normal, una vida libre.

Se sentó sobre el mullido y viejo banco acolchado que había frente al piano y cerró los ojos, levantado sus manos para acariciar el teclado.

Las teclas estaban algo desgastadas por los años y el uso, pero, aparte de eso, se encontraban en perfectas condiciones.

Aún con los ojos cerrados, jugó tocando algunas notas e intentando adivinar cuáles eran.

Aquello era algo que siempre hacía para relajarse y dejar de pensar, para evadirse de la realidad durante un momento.

La primera era un re, le segunda un do agudo y la tercera un mi sostenido.

Miró el teclado para comprobar si había acertado, y, en efecto, lo había hecho. Pasaba tanto tiempo tocando el piano que conocía todos sus sonidos a la perfección y sabía donde estaban situadas las notas sin siquiera mirar las teclas. De todas formas, al ser un juego de oído, intentaba no usar aquella segunda ventaja para averiguar las notas que tocaba.

Marina se levantó del banco y fue hasta un pequeño mueble con cajones. Abrió el primero y cogió una pesada carpeta de fundas que había en su interior. Después, volvió a sentarse en el banco del piano y puso la carpeta en el atril, abriéndola y pasando una página tras otra.

La carpeta estaba repleta de la más amplia variedad de partituras de piano. Allí había desde canciones simples y fáciles de tocar, hasta las más complejas obras Mozart o Beethoven y la muchacha las conocía todas a la perfección.

Eligió una al azar y comenzó a tocarla sin más. Hacía ya mucho que no necesitaba leer con anterioridad cualquier partitura para tocarla y con aquellas que había estado tocando toda su vida no iba a ser menos.

Siguió tocando, ahora con los ojos cerrados, sin pensar en nada que no fueran sus manos sobre las teclas del viejo piano de cola.

Solamente escuchaba el sonido que producía el instrumento mientras ella tocaba y se dejó llevar por aquella sensación de libertad que la inundaba. Sentía que ya era capaz de respirar otra vez, de sonreír, de ser feliz, de vivir… hasta que oyó el golpe de la puerta de la entrada al cerrarse.

Su padre había llegado.

Justo en ese momento dejó de tocar. Había experimentado aquella sensación que siempre se apoderaba de ella cuando tocaba cualquier canción, pero que siempre acababa desapareciendo en cuanto su padre volvía a casa.

Marina se levantó del banco mucho más triste de lo que había estado antes de empezar a tocar el piano y subió las escaleras que llegaban a la planta de arriba rápidamente.

Era cierto que su padre la dejaba tocar el piano, pero no tanto como a ella le habría gustado, porque no le permitía acercarse al instrumento cuando él estaba en casa y mucho menos tocarlo.

La chica entró en su habitación y, tras cerrar la puerta, se tiró sobre la cama y empezó a llorar.

Lloraba por su padre, por su madre y por todo lo que había perdido tras su muerte. Lloraba por tener una vida que odiaba, por no poder ser libre, por no poder ser feliz ni por un solo segundo. Lloraba por haber perdido el amor sin siquiera haberlo conocido.

Pero lo que no sabía, era que no tenía motivos para llorar por aquello último, porque ese amor que ella tanto anhelaba, estaba incluso más cerca que a la vuelta de la esquina.

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